martes, 13 de septiembre de 2016



   Hay muchas cosas que me gusta hacer antes que limpiar.
   
   Por ejemplo cantar. Me gusta mucho, siempre me gustó.
   
   Me gusta cantar en la ducha, mientras cocino, cuando mis hijos hacen la tarea, cuando limpio la casa y antes de ir a dormir. Para mí es como una terapia porque cuando estoy triste canto (aunque tenga que obligarme a hacerlo) y cuando estoy feliz, bueno, ahí no me esfuerzo, me sale solo.
   
   Siempre fue así, desde que tengo memoria, mi mamá siempre me decía que lo heredé de mi abuela; se llamaba Bárbara (por Santa Bárbara) y era eslovena.
   
   Paso papel de diario por el ventanal (porque no quedan pelusas) y no sé por qué, pero hoy, no puedo dejar de pensar en las historias que —una y otra vez — nos contaba  mi abuela sobre cómo vinieron a la Argentina —con su familia —con la tercera llegada de los inmigrantes eslovenos. Lo cierto es que huyeron del régimen comunista (del que tuvieron que escapar) y que toda la familia (o al menos la mayoría) pertenecían a la región de Carniola (a lo que se conocía como la Baja Carniola).
   
   Yo sé que mi abuela siempre extraño su país y, aunque nunca lo dijo, cantaba las canciones que hablaban de los inmensos llanos, los versos amorosos sobre la familia, las personas queridas y la patria.
  
   A mi abuelo lo conoció acá, en Argentina, él era italiano, se llamaba Mario.
   
   Cuando  nací quisieron ponerme el mismo nombre de mi abuela pero ella enseguida se negó, ¡bastante que ya tenés el nombre de tu padre!, le dijo al mío, que se llamaba Mario como mi abuelo. Entonces, quiso que me llamaran Sabrina, porque es de princesa, decía.
Y a pesar de no llevar el nombre de mi abuela —pero sí el que ella eligió— me parezco mucho a ella.
   
   Termino de pasar el trapo, lo estrujo y lo cuelgo sobre la escalera de madera que se apoya en la pared del patio. Hay un poco de sol y algo de  humedad. Me miro las manos, tengo callos en las palmas, me pregunto cuanto tuvieron que trabajar mis abuelos para poder tener todo lo construyeron.
      
   Me suelto el pelo y me lo vuelvo a acomodar, no puedo dejar de cantar, hoy estoy en esos días en que me siento completa, agradecida.
   Tarareo la letra de una canción que cuenta la leyenda del dragón de Ljubljana (canción que escuché durante toda mi infancia). Habla sobre  Jasón y los argonautas, los que se enfrentaron con un feroz dragón que tenía secuestrada a una jovencita y tras una dura lucha consiguieron matar a la bestia y liberar a la muchacha.


   En la mayoría de los cuentos los dragones son malos, en cambio, en Ljubljana, siempre se vieron como seres protectores y benevolentes.
   Por eso me gustan las leyendas eslovenas, no se parecen a las otras.
   
   Me simpatiza más el dragón que la jovencita, me acostumbré a defenderme sola y luchar hasta las últimas consecuencias; como mi abuela Bárbara, que enviudó muy joven y tuvo que cuidar de sus hijos, sola. Nunca volvió a casarse, decía que no quería descuidar la crianza de sus hijos y así, se le pasó la vida.
   
   Yo también tengo dos hijos y mi marido se fue cuando el mayor tenía cuatro y el más pequeño dos años. Al principio pensé que me iba a morir, es más, tuve ataques de pánico y —le pedí a mi mamá que, si me llegaba a pasar algo, cuidara de ellos —morí como el dragón, para volver a resucitar cómo la persona nueva que soy.
   
   Sé que algún día voy a convertirme en aquello que siempre soñé (aunque no tengo muy claro el deseo), por lo menos en aquella persona que mi abuela soñó para mí y aunque a veces cante y me pregunte a dónde quiero llegar con todo esto, no lo puedo evitar, lo llevo en la sangre. Llevo las canciones que hablan de los inmensos llanos, los versos amorosos sobre la familia, las personas queridas y la patria. Llevo a la Eslovenia querida de mi abuela y el espíritu indomable de Bárbara, mi Santa Bárbara.

  
   Me gusta cantar, soy música.