Hay muchas cosas que me
gusta hacer antes que limpiar.
Por ejemplo cantar. Me gusta mucho, siempre
me gustó.
Me gusta cantar en la ducha, mientras
cocino, cuando mis hijos hacen la tarea, cuando limpio la casa y antes de ir a
dormir. Para mí es como una terapia porque cuando estoy triste canto (aunque
tenga que obligarme a hacerlo) y cuando estoy feliz, bueno, ahí no me esfuerzo,
me sale solo.
Siempre fue así, desde que tengo memoria, mi
mamá siempre me decía que lo heredé de mi abuela; se llamaba Bárbara (por Santa
Bárbara) y era eslovena.
Paso papel de diario por el ventanal (porque
no quedan pelusas) y no sé por qué, pero hoy, no puedo dejar de pensar en las
historias que —una y otra vez — nos contaba mi abuela sobre cómo vinieron a la Argentina —con
su familia —con la tercera llegada de los inmigrantes eslovenos. Lo cierto es
que huyeron del régimen comunista (del que tuvieron que escapar) y que toda la
familia (o al menos la mayoría) pertenecían a la región de Carniola (a lo que
se conocía como la Baja Carniola).
Yo sé que mi abuela siempre extraño su país
y, aunque nunca lo dijo, cantaba las canciones que hablaban de los inmensos
llanos, los versos amorosos sobre la familia, las personas queridas y la
patria.
A mi abuelo lo conoció acá, en Argentina, él
era italiano, se llamaba Mario.
Cuando nací quisieron ponerme el mismo
nombre de mi abuela pero ella enseguida se negó, ¡bastante que ya tenés el
nombre de tu padre!, le dijo al mío, que se llamaba Mario como mi abuelo.
Entonces, quiso que me llamaran Sabrina, porque es de princesa, decía.
Y a pesar de no llevar el nombre de mi abuela
—pero sí el que ella eligió— me parezco mucho a ella.
Termino de pasar el trapo, lo estrujo y lo
cuelgo sobre la escalera de madera que se apoya en la pared del patio. Hay un
poco de sol y algo de humedad. Me miro
las manos, tengo callos en las palmas, me pregunto cuanto tuvieron que trabajar
mis abuelos para poder tener todo lo construyeron.
Me suelto el pelo y me lo vuelvo a
acomodar, no puedo dejar de cantar, hoy estoy en esos días en que me siento
completa, agradecida.
Tarareo la letra de una canción que cuenta
la leyenda del dragón de Ljubljana (canción que escuché durante toda mi
infancia). Habla sobre Jasón y los
argonautas, los que se enfrentaron con un feroz dragón que tenía secuestrada a
una jovencita y tras una dura lucha consiguieron matar a la bestia y liberar a
la muchacha.
En la mayoría de los cuentos los dragones son
malos, en cambio, en Ljubljana, siempre se vieron como seres protectores y
benevolentes.
Por eso me gustan las leyendas eslovenas, no
se parecen a las otras.
Me simpatiza más el dragón que la jovencita,
me acostumbré a defenderme sola y luchar hasta las últimas consecuencias; como
mi abuela Bárbara, que enviudó muy joven y tuvo que cuidar de sus hijos, sola.
Nunca volvió a casarse, decía que no quería descuidar la crianza de sus hijos y
así, se le pasó la vida.
Yo también tengo dos hijos y mi marido se
fue cuando el mayor tenía cuatro y el más pequeño dos años. Al principio pensé
que me iba a morir, es más, tuve ataques de pánico y —le pedí a mi mamá que, si
me llegaba a pasar algo, cuidara de ellos —morí como el dragón, para volver a
resucitar cómo la persona nueva que soy.
Sé que algún día voy a convertirme en
aquello que siempre soñé (aunque no tengo muy claro el deseo), por lo menos en
aquella persona que mi abuela soñó para mí y aunque a veces cante y me pregunte
a dónde quiero llegar con todo esto, no lo puedo evitar, lo llevo en la sangre.
Llevo las canciones que hablan de los inmensos llanos, los versos amorosos
sobre la familia, las personas queridas y la patria. Llevo a la Eslovenia
querida de mi abuela y el espíritu indomable de Bárbara, mi Santa Bárbara.
Me gusta cantar, soy música.