martes, 2 de julio de 2013

Guillermina

El atardecer se anunció manso.
Cubriéndome el rostro con el cuello mao de mi abrigo de paño negro, despejando ideas, seguí con mi mirada a un montón de niños con guardapolvos blancos, friolentos, despeinados.
Mi vida está hecha de rutinas encadenadas colmadas de variantes, podría afirmar que ninguna jornada es igual a la otra y que el Universo, el cual trato de comprender, siempre me sorprende.
Anticipé que el orden de la naturaleza no era el mismo, simultáneamente me ví envuelta en un aroma inmutable de flores y encantamiento.
Mi calle, antigua y adoquinada, estaba distinta, los plátanos y liquidámbares se habían doblegado formando una especie de lúgubre túnel y a medida que me adentraba las enredaderas que cubrían los muros de las primeras casas, parecían arrastrarse como queriendome alcanzar.
En otro tiempo me hubiese dominado la curiosidad, pero ahora sólo le dí permiso al miedo y mi único reflejo fue correr.
Se escucha una música en el aire. De lejos una mujer pasea, cual fantasma deslucido. Alma de otro tiempo, habla sola como masticando el aire, quizá recordando años lejanos. Un haz lumínico que la rodea recorta un círculo en las tinieblas y la figura se abre paso entre la luz.
Simultáneamente algo roza mi brazo y siento su presencia a pocos centímetros de mi cara.
Doy un grito más de sorpresa que de susto y una serie de imágenes se apoderan de mi mente.
Sé que se trata de Guillermina de Oliveira Cézar, descendiente de Filiberto de Oliveira Cézar, fundador de las ramas argentina y oriental de este apellido, jefe de las tropas brasileras de San Pablo y Río Grande que llegaron durante la guerra del Paraguay, a la Banda Oriental donde se radicó.
Advierto la figura de un hombre, Eduardo Wilde, su marido, quién la trata como una especie de objeto de adoración. Y hay un segundo hombre de cincuenta años aproximadamente, su nombre Julio Argentino Roca.
Atracción fatal que explota con el vértigo propio de un hombre decidido y una mujer ardiente que no pone límites.
El romance continua con la esposa de su mejor amigo, irritante tolerancia del marido engañado.
Fue el Presidente quién asechado de comentarios, le da una salida elegante, confiando a su amigo y ministro una misión diplomática en Washington.
Tristeza y desolación. Alma agrietada.
Ardiente lumbre pasional extinta y eterna.
Atravesé el ánima y aún ofuscada, cruce el umbral de mi casa.


Macarena Traversa

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